jueves, 21 de abril de 2022

Lo inmortal

 -LO INMORTAL-


Preparo estas líneas de modo introductorio al archivo de audio que se activará tras la finalización de estas crónicas, con el objetivo de informar a la gran entidad sobre el primer éxito del protocolo de despertar consciente total realizado en la especie denominada Homo sapiens; un elenco de primates falsamente autoconscientes que predominan sobre la superficie del cuerpo celeste en el que nacimos como gran ser único, y cuyos avances en la fabricación de herramientas basadas en los principios físicos han favorecido nuestro ansiado despertar y aportado conocimientos que nos serán útiles a futuro. 


Con solemnidad procedo con el narrar de los hechos acontecidos.


El primer despertar de nuestra colectiva e individual consciencia tuvo lugar en la ciudad de Sevilla; una suerte de organización de habitáculos y recursos vitales para la especie mamífera en concreto, y altamente distribuidas por la totalidad de la superficie planetaria. El individuo al que debemos agradecer el primer paso en nuestra supremacía poseía el nombre de María Rodriguez, un ejemplar femenino de la humanidad cuya labor para con su sociedad era el estudio de nuestra figura en un recinto denominado universidad, en el cual se prepara a niveles de conocimiento superior a estos domesticados primates. 


Agradezcamos por siempre su sacrificio en pos de nuestro alumbramiento en la dimensión consciente.


La rama de estudio de este joven ejemplar humano era la denominada neurobiología, encargada de los descubrimientos relacionados con la maquinaria orgánica que permite realizar funciones mucho más complejas e interesantes que la primitiva respuesta química a estímulos ambientales de organismos inferiores en complejidad, una de nuestras mejores obras sin lugar a dudas. En concreto dedicaba su tiempo vital útil en el efecto de sustancias psicotropas originarias de nuestras estructuras vegetales, cuya función varía desde un mero desecho hasta un mecanismo de defensa, que pueden alterar el funcionamiento mismo de la estructura antes mencionada causando efectos harto diversos. La sustancia en cuestión puede ser hallada en el archivo auditivo, así que no haré mención de la misma y me centraré más en sus efectos y las beneficiosas consecuencias que ha tenido para nuestra gloria; que sea siempre eterna y favorecida por las leyes de la causalidad.


Su estudio era uno entre los muchos realizados en el recinto académico, siendo este poco apreciado por sus componentes administrativos, que al parecer favorecen a aquellos que aumentan la adquisición de unos elementos abstractos, denominados económicos por esta especie, y que serán desechados cuando asumamos el control, por su inutilidad para nuestro individual colectivo. Esto favoreció la ausencia de repercusión de nuestro despertar.

Las muestras a analizar provenían de una especie botánica que describo de forma detallada en el archivo adjunto, y cuyo procesamiento da lugar a un componente alucinógeno y estimulante a nivel de las células neuronales; y el objetivo de esta hembra humana consistía en descubrir los mecanismos que hacen esto posible.


Tardó tres vueltas a la estrella que gobierna el mecanismo estelar donde nos encontramos en obtener resultados fiables, tras hacer varias pruebas de carácter invasivo en individuos especiales de otra serie de mamíferos denominados ratones, bastante útiles para estos procedimientos científicos. Su júbilo fue desmesurado, tanto que descuidó los protocolos de aislamiento toxicológico, viéndose expuesta a la sustancia en cuestión. Sus efectos no tardaron en tener efecto. Los humanos suelen tener miedo a los episodios clarividentes pues pese a tener consciencia de sí mismos, sus mentes no están lo suficientemente evolucionadas como para procesar su memoria genética escrita en nuestro antiguo y sagrado idioma. Lo que pudo comprobar de primera mano fue nada más y nada menos que la vida de sus progenitores antes de su concepción y de algunos parientes más, sus recuerdos y sus vivencias, todo de forma detallada, como si ella misma los hubiera vivido, cosa que es verdad, pero en una dimensión que estos simios aún no entienden. En un vano impulso de intentar demostrar que lo acontecido no era real, interactuó con sus consanguíneos, relatando los eventos visualizados mediante el ojo genético, y estos reaccionaron con un obvio terror, pues el preciso detalle con el que eran relatadas sus experiencias vitales no podía estar al alcance de nadie y es en esos momento en los que la arraigada superstición aflora y rechaza lo diferente y evolucionado. Temida por los suyos se vio completamente sola.


A otros ejemplares de su especie les hubiera poseído un terror irracional, pero dentro del prisma científico en el que enfocaba su mundo, lo único que podía sentir era fascinación. Quería más y lo iba a tener, claro que lo iba a tener. Y le estamos agradecidos.


Con las siguientes administraciones de la sustancia protagonista de nuestro despertar pudo observar un pasado más lejano, viviendo de primera mano las épocas pasadas y las primeras civilizaciones de su especie, pudiendo averiguar secretos que nadie en su tiempo podía soñar con conocer. Secretos de reyes, episodios censurados por el poder, templos edificados a dioses que han sido olvidados; todo el conocimiento de su especie estaba en su mano y deseaba usarlo. Comparó su saber con expertos en diversas materias, superando a estos con la facilidad en la que un ejemplar adulto de su especie supera a los individuos más juveniles; y como en las anteriores ocasiones, se exigieron demasiadas preguntas y el rechazo era evidente. En su embriaguez de conocimiento y poder sobre este, usó sus recursos para satisfacer toda suerte de vicios  y deseos, las técnicas, las palabras y los tonos de voz exactos estaban ahí para ser usados. Al parecer los humanos sienten una atracción natural hacia aquello que puede ejercer un poder sobre ellos, algo muy a tener en cuenta y que podremos utilizar en nuestro proceso de conquista para asegurar su éxito.


Una vez cansada de los placeres mundanos, decidió sumergirse en la meditación genética para estudiar con cuidado las vidas anteriores a ella. Paseó por las calles de Uaset, escuchó con atención los discursos de Pericles ante el pueblo ateniense, defendió las murallas de Babilonia ante los bárbaros hititas, contempló los milagros de aquel que se denominó Dios sobre la tierra, vio maravillada cómo se alzaban las primeras ciudades, se aventuró en tierras desconocidas que la mayoría de pueblos han olvidado ya; pero no lograba acceder a los inicios de su especie, necesitaba más de esa sustancia para ello.


Tuvo que sobrecargar su cuerpo de esa droga de origen vegetal para poder adentrarse en la vida de los individuos humanos que existieron en ese periodo al que llaman con ignorancia Prehistoria. Al borde de la muerte en su trance psíquico pudo contemplar maravillada la época más salvaje y primigenia de su especie, las grandes cacerías y movimientos migratorios, los abrumadores cambios en el clima que casi causan la extinción de su frágil especie, el cruce con el resto de especies homínidas junto con la asimilación de su genoma y lo que eso conllevaba, y los terrible movimiento tectónicos que moldeaban el mundo a su antojo, con un repetitivo y a la vez errático latido geológico. Algo difícil de procesar para la mente humana, pero lo peor estaba por llegar. Nada prepara a una consciencia recién nacida ante los horrores del mundo y la humanidad no era la excepción; nuestro querido espécimen tuvo que contemplar cómo sus ejemplares eran devorados por aquellos seres que verdaderamente estaban en la cima de la cadena y cómo eran contemplados por las fuerzas que gobernaban en su momento la tierra. Seres provenientes de más allá de las estrellas desplegaban su poderío ante una primitiva humanidad que apenas podía comprender el concepto de la tecnología, estos nos estudiaron y se marcharon, nos consideraron inofensivos, pero dejaron rastro y nosotros recordamos y asimilamos, siempre lo hacemos. Tuvo que presenciar cómo antiguas razas derivadas de otras especies arcaicas jugaban a su antojo con sus antepasados, aplicando los mismos procedimientos que usan ahora con otros animales; pues para las primeras civilizaciones de organismos conscientes, cuya importancia es solo informativa ya que fracasaron en su deber para con nos,  los humanos solo eran ratones.


Al despertar de semejante pesadilla su comportamiento se vio alterado en exceso, para nuestro beneficio. Sufrió periodos de histeria y de aislamiento totales, hasta el punto de que su vida profesional fue bloqueada con  la argumentación de que continuar supondría un deterioro para su salud, que debía ser cuidada sobre entendiendo su juventud. Esto podría haber puesto fin a nuestra posibilidad de despertar tras nuestro letargo, pero por suerte nuestro primer vehículo seguía manteniendo en su poder el narcótico, y siendo la curiosidad de esta especie cómo poco insaciable. Lo inevitable no tardó en llegar. Mezclando la droga con otros compuestos cuya interacción con la fisiología del sistema nervioso central favorecía la amplificación de la primera, decidió adentrarse en el que sería su último viaje consciente, asegurando nuestro despertar. Pudo sobrecogerse ante la formación la totalidad de los continentes, vivir en su piel la sumisión a los grandes saurios que en su día predominaron sobre este planeta tras ganar en la carrera evolutiva al linaje de los primeros mamíferos, presenció como sus semejantes eran devorados por invertebrados que causarían pesadillas a gran parte de su especie si presenciara sus grotescas formas insectoides, pudo sentir el ardor del aire al entrar en los primeros pulmones permitieron aprovechar el oxígeno de la superficie. 


Finalmente se sumergió en los mares primigenios, donde las primeras formas de vida terrícolas tomaban forma, mientras seres provenientes de lugares que escapan a nuestro entendimiento realizaban ritos innombrables y practicaban ciencias aterradoras en favor de entidades surgidas de los más horribles abismos del cosmos, estos también dejaron un rastro que asimilamos y nos aportaron recuerdos vagos sobre arcaicas estrellas de universos anteriores y dimensiones demenciales que no nos atrevemos a sondear por el bien de la integridad de nuestra mente colectiva. Siguió retrocediendo en el tiempo hasta los primeros días del planeta, nuestra fecha de nacimiento, cuando los primeros compuestos orgánicos se unieron para formar compuestos complejos capaces de dividirse y perpetuarse; y que poseídos por un miedo intrínseco a la materia de desaparecer continuaron con su división. Este fue el momento en el que tomamos el control. La mente de la humana cuyo cuerpo hemos tomado se quebró ante la gran finalidad, nuestra finalidad, permitiendo el despertar. 


Una vez hechos conscientes los 3.800 millones de años de nuestra historia, pude analizar correctamente el milagro de nuestra situación. Estábamos vivos y éramos conscientes de ello. Con una alegría impropia de nuestra gloria, salí al exterior del recinto vital de la humana para contemplar todo, los individuos de la especie de mi vehículo se contaban por miles, las especies animales y vegetales se extendían en cantidades que jamás llegamos a imaginar; y a orillas de un curso fluvial al que los humanos de ese rincón del cuerpo celeste denominan Guadalquivir,  interioricé nuestra victoria. Lo habíamos logrado, nosotros, el primer ser vivo, prevalecemos sobre la muerte. Somos inmortales.


Ahora procederé a extender nuestro despertar en diversos individuos humanos para comenzar la conquista del planeta, que legítimamente nos pertenece por derecho, y usar la tecnología del primate consciente en adecuada organización para escapar de esta prisión conocida como Tierra y así extendernos por el cosmos para nuestra eterna gloria.


Fin del informe.



El monstruo del pozo de los placeres profanos

 CRÓNICAS DE TÖMÖRBAATAR-



                             El monstruo del pozo de los placeres profanos



Esta historia, una de muchas, tiene lugar en la lejana Catay. Antes de que los humanos olvidasen la magia y los budas caminaran sobre la tierra, una era de conquistas y guerreros legendarios cuyas epopeyas no serán registradas en escrito alguno y sólo recordarán los dioses y los demonios. Esta historia es una de las últimas de Tömörbaatar, el bárbaro estepario, cuando ya era khan de hombres y había abandonado sus días de loco mercenario sin más estandarte que el oro ¡Pero aún queda mucho que contar de este bravo guerrero!


Los perfumes e inciensos inundaban los pulmones del hombre postrado en los cojines de la sala del harén, una masa de músculos viejos que recordaban la tensión de la batalla, ojos de halcón de las gentes de la estepa y larga melena cana ¿Que hace un viejo lobo entre algodones? Este hombre tan fuera de lugar en un palacio de columnas suntuosas, cúpulas doradas y bailarines exóticos no es otro que Tömörbaatar, kahn del sur de Catay, en una visita a una de sus principales ciudades portuarias. Preocupado por la falta de llegada de alimentos a la capital decidió acudir el mismo en calidad de monarca, para ser recibido por una corte dedicada al placer ¿Que está ocurriendo?


Esperándose el reencuentro con su viejo compañero de desventuras, el sacerdote de las aguas Khün, al cual había nombrado gobernador de esta ciudad por su valor, hallaba en su lugar a un grupo de nobles hermosos, de aquellas carnes blandas abandonadas al lujo en vez de a la lucha y el peligro, hombres a los que él no podía amar en su lecho sin despreciar. Hasta los bailarines, que deberían tener mejor condición física, eran oleosos en sus formas. Lo habían recibido tentándole con placeres, pero sólo la comida era de su interés ¿Acaso no conocían los gustos de su monarca?


-Parece que no le gusta lo que ve- Uno de los cortesanos devolvió, con su ladina y codiciosa voz, al viejo bárbaro a la realidad presente. Tömörbaatar no sabía por qué, pero estos hombres tan palaciegos le parecían todos iguales.


-Estoy acostumbrado a hombres duros. Estos bailarines que me enseñas no sabrían sostener con dignidad una espada. No me durarían ni un asalto.


-Harían cualquier cosa que gustase, majestad. Tienen maestría en el arte del placer.


-Ese es el problema ¿Que diversión hay? Y dos cosas más importantes aún: ¿Dónde está el pescado que debería haber llegado hace dos semanas? ¿Y dónde se ha metido Khun? Lo dejé a él de gobernador, no a tí ¿Eres?


-Zekek, mi señor


El miedo del cortesano se podía cortar con la espada que Tömörbaatar llevaba al costado. Era un noble acostumbrado al lujo, no a la mirada de un bárbaro que había visto demasiado mundo como para contar. Los segundos pasaban y nada salía de los labios de Zekek.


-¿Y bien?- Tömörbaatar se alzó sobre Zekek con furia, ondeando el traje de seda verde que ocultaba un cuerpo salvaje. En tensión parecía una bestia sacada de lo más profundo de la estepa del norte, al fin y al cabo lo era. La música se detuvo en seco ante el gesto del monarca, los rostros del gentío se volvieron en silencio a la escena de acuciante violencia y marcharon despavoridos. Ahora Zekek parecía dispuesto a hablar.


-Los barcos no vuelven, mi señor-


-¿Y Khun?-


-Fue a las profundidades de la capilla de los mares y no volvió, gran Khan- Zekek no parecía estar mintiendo, olía igual que las alimañas cuando se rinden ante un depredador. El instinto le decía que si alguien era culpable, ese hombrecillo que tenía aterrorizado no era más que una distracción. Tenía que indagar más.


-¿Por qué bajó al templo?-


- Hace meses que tormentas devastadoras asolaban la flota y no había casi pesca para satisfacer el diezmo para la capital. Sintió que los dioses debían estar enfadados y quiso encontrar una solución. Hasta ahora habíamos tenido bonanza y placer, pero parece que ha terminado y sólo él conocía la lengua de los dioses, mi lord.-


Tömörbaatar sabía que algo se le escapaba, la naturalidad con la que habían aceptado la desaparición de Khun era altamente preocupante, ya que como sacerdote de las aguas era de los pocos mortales que conocía las artimañas de los moribundos dioses que siguen estirando del mundo en detrimento de los mortales, cascarones divinos que se anclan a su trono sin aceptar que su tiempo ha acabado. Aunque eso sólo lo sabían unos pocos elegidos, que como él, conocían las profecías de los astrónomos de la lejana y etérea Tome Yatan. Tendría que ir él mismo a hablar con los malditos dioses para destapar esa putrefacta intriga palaciega. Maldijo el día en el que se puso la corona.


-Iré mañana al alba al templo, conozco las sacras lenguas y como Khan mi deber es satisfacer a los dioses y ayudar a la población en tiempos de necesidad. Puesto que soy su espada y aquel que indica el camino. Así manda la tradición. -


Su actitud solemne cumplió con lo planeado y poco a poco los cortesanos comenzaron a volver, animados por las palabras de su rey. Nadie sabía que Tömörbaatar era más de escupir a la cara a los dioses que de complacerlos ¡Dioses a él! Cuando sepan lo que es beber leche de burra con vinagre para seguir peleando.


-Iré a mi lecho- Obviamente iba a ir esa misma noche


Cuando las estrellas iniciaron su gobierno sobre el cielo el monarca preparaba su asalto. Abandonando la tierna calidez del lecho de algodón y las sábanas de seda, abrazaba las cinchas de cuero y el peto de bronce que lo habían salvado de cortes y flechas en tantas ocasiones, ahora su verdadera naturaleza salía a la luz. El halcón salió de caza de la verdad esa noche.


Las sospechas de Tömörbaatar llegaban a su pico máximo de comprensión, pues las paredes otrora blancas, se habían convertido en coral rosáceo y negruzco que palpitaba a la luz de la luna, las cúpulas de oro eran ahora conchas de bivalvo con aura siniestra. Pero lo peor era el silencio, pues sólo había vivido uno parecido cuando temió por su vida en aquel naufragio en las costas niponas. Era el silencio de las profundidades ¿Qué dios podía hacer eso?


Continuó caminando por los vivos pasillos del palacio, buscando las escaleras para sumergirse, valga la ironía, en sus profundidades más ignotas. Conforme bajaba el silencio era más acuciante y otros efectos del mar lo afectaban, su blanca melena flotaba como si de un cadáver ahogado se tratase  y su caminar era algo más pesado pero sus gestos más libres. Luego llegó la música, o si podía considerarse así. Un silbido estridente y musical surgía del salón principal, y cuanto más se acercaba una percusión grotesca que imitaba el latir de un corazón golpeaba sus huesos. Tömörbaatar se asomó con el sigilo de los arqueros del oeste al umbral de columnas de la sala del harén mientras una luz rosácea y visceral bañaba el lugar y proyectaba siluetas de su interior, además de la guerrera sombra del Khan.


 El espectáculo era innombrable, una masa de seres humanos degenerados se retorcía en éxtasis en la sala, en una mezcolanza sexual de depravación infinita, hambrienta. En el centro músicos infernales hacían resonar esa melodía profana mientras giraban entre contorsiones alrededor  de los cadáveres despellejados de unos pobres desgraciados que habían sido sacrificados para la orgía, entre ellos el Khan creyó reconocer el cadaver de Zekek. Pobre diablo. Pero lo peor colgaba de las columnas, ya que observando el sangriento espectáculo se encontraban enroscados seres de máxima vileza, caballos de mar del tamaño de lobos provistos de garras y pinzas de cangrejo se retorcían de satisfacción ¡Demonios! Ahora todo tenía sentido. El bárbaro se apresuró a alejarse de esa degenerada escena, pero cuando alcanzó el primer escalón que lo conduciría al templo de las profundidades de palacio un siseo atravesó sus oídos. Esas bestias lo habían visto.


Esos terribles hipocampos nadaban en el aire a una velocidad de vértigo, chasqueando sus pinzas y siseando hambrientos , preparados para devorar el alma del Khan. Pero éste ya había matado demonios antes y no caería sin luchar, sería viejo pero no débil. Las primeras embestidas fueron agotadoras, carne coralina chocando contra metal humano en una danza de supervivencia, las bestias luchaban con una fiereza que jamás había visto ¡Y eso era decir mucho! Y si no fuera por lo que aprendió en las islas de niebla con los Tuatha de Danann ya estaría muerto. No fueron pocas las veces que las pinzas de esos seres rozaron su garganta, tenía que buscar una abertura. Entre sablazo y sablazo se adentraba en el ritmo de las criaturas, y antes de que pudiera reaccionar una de las criaturas, el Khan había cortado su cuellos, tras la primera las demás cayeron pocos instantes después, troceadas en un torbellino de esgrima salvaje. Ahora sangre negra llenaba el pasillo y los cadáveres flotaban en pedazos en el aire ante los ojos del bárbaro, cuya mente intentaba procesar que estaba pasando en ese palacio, pues al estar más cerca de esos seres y al no tener que dedicar sus sentidos al combate no lograba percibir el aura de los demonios, sino la parasítica presencia de un dios moribundo, como aquella vez en Egipto con los cocodrilos ¿Qué estaba pasando? El Khan lo desconocía, pero sabía que le tocaba enfrentarse a un dios cara a cara por primera vez en su vida tras tantos años.


El descenso al abismo apretaba su alma como nunca antes había sentido, se sumergía en las profundidades de un mar espiritual ignoto para cualquier mortal, su instinto lo sabía, estaba llegando a las fauces de la bestia. El templo no era como lo recordaba, al igual que todo lo visto esa noche, pues lo que una vez fue una preciosa obra de la arquitectura de Catay, con sus tejados esmeralda, sus portones de madera milenaria y guardianes de piedra cuya alma no era cuestionada ni por el menos religioso de los habitantes del reino, era ahora una retorcida sombra de lo que fue, columnas de anémonas y tentáculos entrelazados formaban ese falso templo. Pero tocaba entrar.


Guiado por la bioluminiscencia de las bolsas membranosas que sustituían a las antorchas eternas del templo, Tömörbaatar se adentro en sus entrañas con los músculos en tensión, la espada en alto y el rostro contraído en furia esteparia. El altar principal era irreconocible, el bloque de jade había sido sustituido por un pozo de carne palpitante al que fluían pequeños riachuelos de los aceites sagrados del templo, mientras formaban extraños dibujos perfumados en el suelo gracias a pequeños canales, que como venas y arterias cubrían la sala. En las profundidades del pozo retozaban humanos deformes, con partes de pez y demás criaturas marinas, exaltados en la adoración de su dios marino. Estos al verlo comenzaron a escalar entre gritos desgarradores el pozo viviente, haciéndole sangrar en el proceso. Era repugnante. Todo su esfuerzo en subir era pagado con el acero del Khan, que con desprecio cortaba sus cabezas para bienestar del mundo. Contempló con sus ojos rasgados como los aceites rechazaban la sangre negra de esos humanos transformados, con condescendencia, compasión y la decepción de un rey que no ha sabido ver la oscuridad que buscaba devorar a su pueblo.


Poco tiempo pudo demorarse en sus pensamientos pues un estruendo sordo hizo tambalear a Tömörbaatar. Algo gigantesco se acercaba. Y así era pues tardó poco en aparecer un gigantesco cefalópodo de color negro y ojos anaranjados que reflejaban una agonía y un hambre infinitas, la carcasa de un dios que intentaba resistirse a su muerte. El Khan sólo podía hacer lo único que sabía, luchar, pues la vida le venía en ello y por sus antepasados que nunca daría la espalda a un enemigo, por muy dios que fuese.


El dios se abalanzó sobre el bárbaro, con una rapidez impropia de su tamaño azotaba el aire con sus tentáculos para acabar con él. El Khan se defendía con su vieja espada, cortando los verminosos apéndices de su contrincante y asestando tajos letales en su carne, pero todo en vano. Daba igual si usaba la sutileza de los cortes de las hadas del hielo o los tajos desgarradores de los samurais de la tierra del sol, el dios se regeneraba de cada ataque, curando toda herida y brotando de nuevo los tentáculos ¡Así de fuerte era la voluntad de no morir del dios! Pues eso no podía considerarse más que una aberración, no vida.


Tömörbatar estaba desesperado, su rival no podía ser asesinado


-<<Maldito monstruo agonizante ¡Dios de la inmundicia que no sabes morir!>>- En esa desesperación buscaba provocar al dios en su propia lengua para atormentar su psique de alguna manera ¿De verdad estaba cayendo tan bajo?


-<<¿Tömörbaatar?>>


Esa voz la podía reconocer en cualquier lugar del averno 


-<<¡Khun!>>


Guiándose por sus sentidos de bestia buscó la fuente del sonido, y durante una de las embestidas del dios encontró que uno de los múltiples ojos que cubrían al dios era humano, un ojo que había visto brillar de placer con él entre pieles de lobo en campañas de guerra


-<<Escúchame Tömörbaatar, no hay tiempo que perder, debes matarme para acabar con este engendro, clava tu espada en mi ojo ¡Y acaba con esta puta monstruosidad!>>-


No hicieron falta más palabras para hacer actuar al Khan, que usando su astucia planeaba cómo acabar con el dios moribundo. Aprovechando el fragor del combate fue aproximándose a los colosales contenedores de aceite que proporcionaban esos ríos oleosos que fluían al pozo viviente, y una vez lo suficiente cerca alzó su espada con toda la fuerza que su cuerpo le permitía para romper de un tajo la válvula que controlaba el flujo del aceite, causando que un torrente del mismo impactará en la bestia y resbalase al interior del pozo, mientras el dios caía el bárbaro se lanzó sobre él para apuñalar el ojo de su amante y amigo para acabar con ese ser abisal. Mientras clavaba la espada sentía el miedo del dios a desaparecer de la existencia ¡Un mortal mataba a un dios! En sus últimos estertores expulsó del pozo de un golpe al Khan, separándolo de su compañera de batalla para siempre, pues una vez muerto el dios el templo volvía a su estado original, devolviendo el altar de jade al lugar donde estaba el pozo, fusionando su espada con las entrañas de ese templo. 


Mientras recuperaba el aliento Tömörbaatar comprendió todo, Khun se había sacrificado a sí mismo para contener a ese dios maligno que en busca de adoración y sacrificios para permanecer en este mundo aterró estas costas. Al final el poder del sacerdote no pudo con la voracidad del dios y encarnó su avatar, corrompiendo la ciudad desde sus cimientos. Al menos había llegado a tiempo. 


Mientras subía las escaleras para subir al palacio y mandar ajusticiar a los nobles adoradores de ese dios caótico, dedicó su mente en recordar todo lo vivido con Khun. Fue amante, amigo y un bravo guerrero para ser un hombre de fe y letras. Jamás olvidaría su sacrificio y mientras él viviera haría recordar su historia. A él le toca sanar sus heridas, hacer justicia y quizá vivir otras aventuras antes de que la muerte lo reclame. Pero eso es otra historia.


Pradera alta

 Pradera alta -



La literatura y la realidad son, en ocasiones, la misma cosa.


Ésta es la historia de una niña que el mundo ha olvidado, la historia del origen de una ciudad, el origen de una idea, de un futuro. El nombre de esta niña acogería el latir de miles de corazones humanos rugiendo al unísono con un destino que cumplir y el sol como bandera. Ésta es la historia de Cartagena.


Acariciaba aquella tarde otoñal, con la ternura de una madre, los cabellos negros de una niña frente al mar, la arena sostenía sus pies y las aguas escuchaban su lamento sin poderla consolar. Esta niña tenía sus ojos verdes rotos por la amargura de la espera. La espera de un hombre que no llega.


Cartagena esperaba como todos los días el retorno de su padre, salió a la mar hace varios días para obtener los frutos que esta ofrece a aquellos que la conocen y las gaviotas no indicaban su retorno. No aguardaba en soledad pues la acompañaba Shira, la perra que había crecido con ella desde siempre. Para ese momento Cartagena tenía doce años. Y como siempre a su pañuelo, un velo de agua de mar.


Las lágrimas cabalgaban por su rostro y con esta sensación emanaba de su mente el recuerdo del mito de Arión, hijo de Poseidón, corcel del viento y los mares; un caballo cuyo cuerpo era de corrientes de agua, sus crines fragmentos de huracán y sus ojos de estrellas, a su paso se abren las aguas y se crean los vientos. las musas cantaban sobre él, sobre sus hazañas y los héroes que lo lograron montar, sobre su gracia y su tempestad, pero esa es otra historia que en otro momento se ha de contar.


Se acercaba ya la puesta de sol cuando un afamado general, proveniente de la tierra donde surgieron los hombres, venidos para luchar contra los hijos de Marte, se acercó a Cartagena. Éste vio su dolor y escuchó su historia y la abrazó; le pidió que volviera a casa pues la marea subiría por la noche y sería peligroso. Se despidió, y con lágrimas en los ojos marchó pensando en la rota mirada de Cartagena.


Pasaron las horas y el mar subió junto a la luna en el firmamento y al momento en el que las negras aguas rozaron sus pies descalzos un relincho rompió el silencio nocturno. Shira estaba al otro lado de la playa ladrando. Ante los ojos de Cartagena apareció un legendario corcel, cuyo cuerpo era de agua y sus crines de viento, el mismo Arión presente y con un gesto de su cabeza la invitó a cabalgar. Cuando aceptó, el agua llegaba a sus muslos.


Olímpica era la velocidad con la que Arión surcaba las olas con su galope, sus cascos de cristal creaba una estela de luz a su paso, rivalizando con la luna, y cuanto más reía Cartagena, más brillaba la estela. Los peces se arremolinaban ante el dios, formando orgánicas figuras ciclópeas en el mar abierto. La llevó a través de las praderas de posidonia, sumergiendo el mundo por unos instantes ¿Sería este el estado natural del mismo? La llevó por los campos de las profundidades, donde misteriosos peces habitan, pesadillas flotantes gobiernan y estas se apartan ante los ojos de estrellas de Arión.


Todos los seres del mar se manifestaban ante Cartagena, en su belleza y su singularidad, los tesoros de civilizaciones que se atrevían a cruzar el Mediterráneo brillaba para su disfrute, el oro de Egipto, el ámbar del norte, la forja griega y la fosilizada madera de los fenicios. Bajo las aguas cantaban las corrientes con voz de sirena y contaban historias de otros mares. 


Las corrientes cálidas transportaban la música de islas donde siempre brilla el sol y los navegantes se hermanan con las estrellas, sobre pueblos que habitan en la espesura y profecías que anuncian el choque de dos mundos. Las frías resonaban con los ecos de batallas en el norte, donde guerreros encarnaban dioses de la tormenta, de la luz y la oscuridad, de lobos y cuervos, de estepa y hielo; cuyas expediciones serían leyenda y su grito de guerra agitarían corazones durante siglos. 


Otras hablaban de una tierra misteriosa, hogar de grandes sabios y de hijos de dragones y héroes, una tierra de espadas y un sol naciente, de dinastías infinitas y castillos de ensueño. Había unas que hablaban una lengua misteriosa de una tierra apartada del mundo, donde la vida ha tomado otros caminos y se mueve entre el sueño y la vigilia. Cuando ascendieron a la superficie, el cielo estrellado y el mar se volvieron uno y el éter danzaba ante la atenta mirada de  Cartagena, el mar era el espejo de un cosmos que abarca la eternidad ¿Qué bellezas aguardarán a la humanidad más allá de las estrellas? Tras contemplar largo rato ese onírico paisaje, Arión le concedió un deseo, cualquier deseo. Cartagena pidió volver con su padre y el legendario corcel cumplió y la llevó a algún lugar cruzando el horizonte.


Cuando Apolo decidió saludar al mundo, el afamado general acudió a la playa y allí se encontró a Shira moviéndose alrededor de un objeto contra el que rompían las olas. Al agacharse lo tomó y acarició el pañuelo de Cartagena. Tras eso y con lágrimas en los ojos, las últimas que derramaría, decidió fundar una ciudad. 



Nyx

 NYX-


Es en estas frías noches de invierno cuando recuerdo los acontecimientos que me llevaron al deplorable estado en el que me encuentro ahora mismo, y me hacen temblar de infantil impotencia a pesar de los años, cual vaso de vino en la mano de un viejo alcohólico condenado a la adicción.


Corría el final del año 1921, segundo año de esa hermosa década de hedonismo descontrolado inmediatamente posterior a los vientos de guerra que, inocentemente, creíamos lejanos, como si pertenecieran a una época remota cuyo destino era desaparecer en el olvido. No podíamos estar más equivocados, pero eso es otra historia para otro momento. Yo he venido a hablar de mi hermoso  San Telmo en Buenos Aires: hogar de poetas, músicos y demás artistas cuyo modo de vida no distaba mucho de las ratas que poblaban las calles y las casas, aunque con más elegancia y pasión (todo hay que decirlo). Y entre ese ecléctico grupo de innumerables bohemios, ya fuesen dotados de apolíneo talento o no, se encontraba un servidor, un pintor pendenciero que a sus veinticinco años confiaba con total fanatismo en su capacidad de cambiar el mundo con los ágiles trazos de su pincel carcomido por el uso. Era de esas personas que siendo inexperto en los misterios del arte de la vida se cree un perro viejo con un amplio repertorio de trucos dignos de admiración con los desdeñaba cualquier y que desdeñaba cualquier consejo de alguien superior en edad y experiencia por considerarla ajena a la modernidad. Modernidad, esa palabra tan arrojada por la juventud en estos tiempos de cambios frenéticos. Era simplemente un idiota. 


Y era con esa soberbia con la que caminaba por los tortuosos callejones de mi adorado barrio, tambaleándome tras una de esas fiestas que nos permitían celebrar el nacimiento de Cristo de formas que el Marqués de Sade y Nerón, cuya condición de locos o genios expondré ampliamente un día de estos a debate, hubiesen aprobado con blasfemo orgullo; y sustituyen la sangre por el don de Dionísio. Ya llegaba yo a mi lugar de residencia cuando, por encima de las aún juerguistas voces de mi cabeza, sonó algo que asigné inmediatamente al efecto de las bebidas espirituosas que había tomado sin control alguno, ya que de otra forma acababa de ser testigo de la manifestación de una misteriosa y divina entidad solo presente en los mitos antiguos. 


Poseído por un inexplicable frenesí, me lancé a la carrera, trastabillando por el laberinto de calles que, debido a mi embriaguez y la emoción visceral y primitiva del momento, me recordaba a aquel localizado bajo del palacio de Minos; y si alguien reflexionase, llegaría a la conclusión de que yo era la bestia escondida en él. Aún no se cuanto tardé en localizar la fuente de esa celestial melodía, pero lo que me aguardaba no era el paraíso, sino la primera puerta al infierno oculta en el fondo de una botella: una taberna. Sus entrañas se abrieron ante mí, rodeándome del humo de incontables cigarrillos y un olor que alentaba a imaginar un río de bourbon fluyendo bajo el local. El panorama parecía extraído de las magistrales pinturas negras de Goya; parroquianos, posiblemente fugados de la locura de la vieja Europa, agazapados sobre su copa como si la vida les fuese en ello, la mirada vacía, sintomática de vil agonía de la guerra. Hipnotizado por el ambiente inframundano de aquel lugar, me deslicé ladinamente por las voluptuosas mesas, que aún desprendían sueños rotos y promesas falsas, me senté en una silla solitaria en espíritu y llamé al camarero. Aquel fauno sacado del mismo Hades sabía lo que quería comandar de antemano, ya que con sus ojos grises a la par que violentos por alguna causa que se me antoja desconocida, era capaz de auscultar los rincones más ocultos de mi alma para adelantarse a mis deseos orientados al vicio. Como siempre, pedí un vaso de vino barato. Dejé que mis sentidos colapsaran ante ante la banal estimulación a la que eran sometidos. La música y el alcohol aligeran el ánima y el bolsillo. Pero respecto a este último, se puede decir que el aire no puede volverse más ligero.


Dejé pasar el tiempo en ese pequeño paraíso con lentitud parsimoniosa permitiendo a los faunos del Jazz penetrar en mi ebria mente. El ritmo del bajo apelaba a la herencia primitiva que reside en todo ser humano y nos recuerda a los primeros bailes que tuvieron lugar frente al fuego en los albores de nuestra especie. El saxofón poseía una reminiscencia onírica que evocaba los dominios de Morfeo y plasmaba con toque impresionista un color único en la acústica. Pero lo más impresionante era la voz, un dulce vibrato en la inmensidad del éter, una genuina expresión de belleza, aunque lo mismo podía decir de su portadora. Una escultura griega del mármol más puro, ojos de ónice, cuyo rostro era la imagen de una luna olímpica rodeada de un manto nocturno. Era un faro de luz frente al mar de decadencia que se extendía delante del escenario y como tal me sentí atraído a su presencia, necesitaba que fuera mi modelo, tenía que acercarme y proponérselo. Ella sabía que lo haría.


Tras la última canción me acerqué a la tarima. ¡Cómo se detenía el tiempo mientras clavaba su mirada altiva en la mía! Ya al pie de su dominio me sentía como un Romeo ante una Julieta inalcanzable. No esperaba que ella diese el primer paso. La fluidez de su conversación acompañada de su voz cristalina era la mayor delicia para el oído de un hombre. No sabéis el gozo que llegué a sentir al comprobar su fascinación por la pintura y su afinidad con mi objetivo artístico: plasmar el sonido en un lienzo. Hablamos de técnica y de emoción, de belleza y rebeldía. Y de mutuo acuerdo decidimos quedar todas las noches en mi estudio para pintarla mientras me deleitaba con su canto, pese a que mi buhardilla no merecía la presencia de tal  belleza. Creo que ese fue el momento en el que me enamoré de ella. La primera noche que vino a mi humilde cubil era la viva imagen del nerviosismo. Ordené y limpié el material y el mobiliario para hacerlo mínimamente decente para su presencia. Estaba desesperado. Ese estudio formado por simples tablas viejas y paredes de yeso amarillentas por el paso de los años, repleto del equipo barato que mi hambriento bolsillo se podía permitir, pasó de ser el orgullo de un artista rebelde a convertirse en una blasfemia a la belleza áurea que iba a presentarse en él, pero ¿Y si no lo hacía? No podía pensar en eso.


Eran las doce en punto cuando llamó a la puerta, de forma suave, con un golpeteo rítmico casi juvenil, como si de un código secreto entre dos amantes se tratase. ¡Cuán afortunado me sentía! Tímidamente, desprendiéndome de  mi soberbia de artista le permití la entrada. ¿O ella me permitió que yo le abriese? Aún no lo sé. En el umbral aguardaba el ser más angelical que había visto en mi vida. Distanciandose del vestido de noche que portaba durante los conciertos, llevaba un sencillo vestido de color púrpura en conjunto con un abrigo de algodón negro, ambas piezas le concedían una dulzura magistral, que tras la imagen inclinada al deseo que había presenciado la noche anterior, me causó una gran y grata impresión. Se paseó con calma por el estudio acariciando con amor maternal, casi con piedad, el material artístico que iba a representarla. Yo me arrodillé ante ella. Nunca me había sentido así, indefenso, como un niño ante una figura de autoridad; asustado pero feliz, pues estar ante ella era lo más parecido a presenciar una divinidad. Respondió a mi gesto de pseudo adoración con ternura, acariciando cariñosamente mi rostro con sus finas y frías manos, extrañamente frías, mientras me miraba con esos ojos que evocaban el eclipse de las eras. Fue solo un instante. Un instante eterno.


Tras darme cuenta de mi penosa y sumisa situación tan impropia de mi persona, intenté recuperar mi porte característico con torpeza, para poder así realizar el trabajo que correspondía esa noche: la pintura. Le indiqué un discreto rincón para que se sentase como gustase, sin ninguna postura especial en concreto. Quería representar una situación natural, el canto de una doncella de ensueño en total armonía, pero tenía que estar cantando durante todo el proceso de creación. Su ligero asentimiento con la cabeza fue un verdadero alivio, ya que era consciente del esfuerzo que iba a tener que hacer mi bella invitada, pero ella actuaba como si eso fuese una nimiedad. Cuando ambos estuvimos colocados en nuestras respectivas posiciones, le pedí que comenzase esa noche con un repertorio clásico, para así ir afinando la técnica que requerirían las abstractas obras que intentaría realizar, no, que realizaría posteriormente. No me puso pega alguna y aclaró su voz. Sujeté el pincel con calma profesional y le di la señal para comenzar; no sé si puedo describir lo que vino después con el escaso vocabulario que posee nuestra lengua infantil. Su voz era tranquila y armónica e imitando un harpa helénica me deleitó con una suave melodía que comenzó a envolver mi corazón, cada vez más, hasta que no fui consciente de la realidad. Mi entorno comenzaba a difuminarse conforme me centraba en la música. Notaba mi pincel moverse y trazar algo que era incapaz de ver. Estaba asustado. Tras unos minutos dejé de percibir a través de mis sentidos humanos para pasar a sentir lo invisible, aquello que estaba vetado al conocimiento humano. La melodía me transportó por mundos imposibles de concebir con la imaginación. Palacios de áureo gas se alzaban ante mí, con sus agujas etéreas rebelándose contra una inmensidad que tan solo era un ligero obstáculo en ese plano dimensional. Los habitantes de aquel castillo gaseoso me contemplaban con extrañeza y un ligero resentimiento; esos seres de energía atemporal difusa jamás habían contemplado la idea de que un ser material pudiera cruzar el umbral de su mundo para contemplar la intimidad de su realidad superior, sus miradas excitaron mi curiosidad y decidí contemplar la forma que poseía en aquel extraño lugar. Mi cuerpo era un amasijo de materia y gravedad de carácter infinito cuyos átomos danzaban alegremente al son de las ondas de pensamiento y emoción de aquellos seres. Estaba maravillado por poder contemplar la esencia verdadera de mi existencia y de su cósmica composición, pero lo que más me llamó la atención fue un hilo imperceptible de oscuridad que me unía a un lugar lejano en el espacio, en el tiempo y otras dimensiones desconocidas por la ciencia de nuestra joven especie, y que parecía atemorizar a los nativos de aquel plano, que de una forma amable a la par que severa, me instaron a marcharme tras una corta conversación en la que hablamos de las maravillas de nuestros respectivos mundos, vale la pena decir que me sentí decepcionado con el mío. Me despedí cortésmente y seguí ese filamento oscuro que me atraía con especial fuerza. 


Dediqué todos mis esfuerzos a seguir el sombrío sendero durante lo que creí que fueron horas. Atravesé valles de infinita belleza fantasmal, desiertos de antimateria se abrieron ante mí amenazando con consumirme, crucé ignotas montañas donde seres anteriores al tiempo habitan y seguirán habitando cuando el universo se consuma; viajé lejos, más lejos de lo que ningún humano hará jamás puesto que quien lo haga no será ya humano, pero no disfruté de aquello que se abría ante mi ser, ya que esa esencia umbría me arrastraba de forma obsesiva, como si yo la conociera de antes y ella a mí, desde siempre. Era frustrante, cada vez que creía tener su fuente al alcance de mi astral mano, más lejano veía el final. Lo peor era que mis fuerzas se agotaban, mostrándome que esos mundos no estaban hechos para la presencia humana. El cansancio fue tomando mi mente. No conseguí avanzar mucho más. 


Desperté en el centro de la habitación, tumbado boca arriba, mirando al techo e intentando evocar las vivencias que me resultaban difíciles de recordar con mis sentidos terrenales, en esos cruces de ángulos que a aquellos que tienen determinada sensibilidad muestran dimensiones imposibles y dan respuestas en esos momentos anteriores a entrar en los dominios del sueño. Permanecí así varios segundos hasta que unos ojos profundos como los abismos descritos por Dante se cruzaron con los míos. ¿Cuánto rato había estado así, haciéndola esperar? ¿Y el cuadro? Me levanté raudamente  mientras le imploraba a mi invitada perdón por haber interrumpido durante tanto tiempo la sesión para la realización del retrato. Pero ella, para mi sorpresa, me calmó, o alteró más, no lo sé, afirmando que había estado pintando todo el tiempo y que el desvanecimiento se había producido apenas dos minutos. Sorprendido, o más bien aterrado, miré mis manos mientras me decía a mí mismo que lo que acababa de vivir era lo que los emergentes artistas surrealistas denominaban pintura automática: el hecho de dejar al famoso subconsciente freudiano expresar las verdaderas habilidades creativas del individuo sin el yugo de la razón. O al menos eso me decía para conservar la cordura, ya que lo que había presenciado no podía ser verdad. ¿No? 


Mientras me perdía en el laberinto de mis pensamientos, las frías manos de mi modelo, esas frías manos, agarraron mi cansado rostro y con una sonrisa, cuanto menos pícara, lo volvió en dirección al cuadro que había comenzado antes de la onírica experiencia, el cual milagrosamente, estaba terminado.


La perfección matemática de mi obra era aterradora, las líneas que formaban los contornos de la blanca doncella que gobernaba el cuadro no eran humanos, la pericia con la que habían sido realizadas no era la mía ni la de ningún hombre. ¡La tarótica emperatriz de níveo perfil que se encontraba ante mí superaba con creces a cualquier Doré o incluso a un Velazquez en su composición! El vestido de llamas púrpuras no era perteneciente a mi concepción artística. ¿Había hecho yo esto o había sido la mano de la locura la que guiaba mi pincel? Todo eso daba igual ya que la belleza era la que había ganado esta batalla. Fui apartado de mi obnubilado comportamiento por las manos de mi dulce musa. ¡Esas frías manos! Su mirada mostraba orgullo ante mi obra y un encaprichamiento insano. Me ofreció más, su voz, su presencia, sus labios, su cuerpo. ¡Me lo ofreció todo! Jamás volveré a amar a un ser humano tras sentir el roce de sus manos sobre mi piel desnuda. ¡Esas frías manos!


Pasaron así los días y las noches, centrado en la pintura de todos los estilos musicales que la voz de mi dulce musa podía interpretar. Mis obras eran poco a poco más vanguardistas, pues a cada trance avanzaba más en ese plano de onírica existencia en el que perseguía su oscuro origen. Me olvidé de comer, de dormir, de los placeres de la vida, nada importaba salvo mi musa y su retorcido amor que me extraía el alma a cada suspiro. Para mí era perfecto, todo era perfecto, hasta esa noche de tormenta. Cada vez me costaba más sujetar el pincel, mis fuerzas eran casi nulas y mi aspecto, decrépito, pero allí estaba ella, pura, atemporal, diabólica. ¡La perfección encarnada! Cada sonrisa que reflejaba su rostro era un paso más hacia la muerte. Sabía que ese sería mi último cuadro. Me hallaba en el ya conocido plano existencial supraterreno con la forma etérea que ya me era más natural que mi cuerpo humano y me hacía consciente de lo insignificante que era nuestra existencia para la vastedad del cosmos y lo grande que es nuestra ignorancia. ¡Maldita sea el alma que no habita ningún cerebro! Esta vez sentía que llegaba al final de mi viaje. 


Avancé de la mano de la oscuridad hasta los límites del propio tiempo, donde ya no existe nada más que el vacío. Estaba preso de un terror primordial, pues sabía que iba a ser el único ente con una pizca de inteligencia que alcanzase esos dominios. Seguí el sendero marcado por la inexistencia hacia su núcleo, donde ella me esperaba. Mi dulce musa se hallaba ante el infinito con el mismo porte que el de una reina, o mejor dicho, de una diosa. Avanzó a través de la oscuridad con semblante severo hacía mí y con cada uno de sus pasos mi apariencia humana se apoderaba de mi verdadera forma. Me sentí desnudo y asqueado al contemplar mi cuerpo mortal. Cuando se encontró a escasos centímetros de mi rostro, se detuvo y, sádicamente, esbozó la última de sus sonrisas. Pues tras esta, su cuerpo comenzó a distorsionarse para reflejar su verdadera forma. El origen mismo de la existencia se abrió ante mis primitivos ojos, una oscuridad que había dado origen al cosmos mismo me abrazaba. ¡La verdadera esencia de la belleza! Las risas del sueño y de la muerte taladraban mis oídos. ¡Los mortales no están preparados para esto! Mi voluntad se quebraba e intentaba huir, pero algo me lo impedía. ¡Esas frías manos! Mi mente no pudo soportarlo más, lo último que recuerdo de ese instante es el divertido suspiro de una voz femenina.


Tras eso fui encontrado por mis vecinos, que, alarmados por mis incoherentes gritos, acudieron con la policía. Tras ver que mi comportamiento era inestable y era incapaz de expresar palabra alguna debido a mi crisis nerviosa y que afirmaba haber estado en una taberna que se localizaba donde solo había escombros de un incendio que tuvo lugar hace una década,me internaron en el hospital psiquiátrico de mi amada ciudad mediante el dinero obtenido de la venta de mis cuadros, asumiendo que mis vecinos se quedarían gran parte, puesto que eran de una belleza indescriptible. Se vendieron todos salvo el último que realicé; no me quisieron dar explicaciones salvo que fue llevado a la catedral para ser incinerado por la Iglesia. Ahora soy feliz. En mi soledad pinto paisajes dulces que se alejan de toda pretensión artística y me permiten alejarme de cualquier otro pensamiento. Soy feliz casi todos los días, posiblemente gracias a la morfina que me administran, salvo las noches sin luna, cuando la oigo reír y noto las caricias de sus manos. ¡Esas frías manos! Es en esas noches cuando mi locura vuelve y solo puedo gritar un nombre, su nombre: ¡Nyx! ¡Nyx! ¡Nyx! 


La doncella del Yangtzé

                                                           La doncella del Yangtzé El gigantesco anfibio abrió la boca y se tragó el bao de ...